He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!
Estas agresivas palabras de Jesús tienen poco en común con aquellas otras: aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Pero ambas brotan del mismo corazón. El fuego del que habla Jesús es su Espíritu. Aquel Espíritu, aquel fuego, que invadió a los discípulos en Pentecostés.
No hay discipulado de corazón apagado. No podemos contentarnos con la misa del domingo y con no hacer daño a nadie. El discípulo de Jesús tiene que llevar en su interior el mismo fuego que ardía en el corazón del Maestro: el fuego de la pasión por Dios y de la compasión hacia los más pequeños.
¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división.
Estas palabras adquieren pleno significado cuando, contemplando al Crucificado, decidimos seguirle cueste lo que cueste, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo (Santa Teresa).
San Juan de la Cruz usa una hermosa comparación que explica claramente el significado de la paz y división de que habla Jesús: De la misma manera se ha el alma, purgándola y purificándola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí. Lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole fuera la humedad y haciéndole llorar el agua que en sí tiene. Luego le va poniendo negro y feo y, yéndole secando le va sacando a luz y echando fuera todo lo que tiene contrario al fuego.
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