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20/11/2021 Sábado 33 (Lc 20, 27-40)

Que los muertos resucitan lo indica también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven.

Los saduceos no creen en la resurrección. Leen las Escrituras como párvulos; se quedan en la letra, sin capar su significado profundo. Como dice el Papa Benedicto, la Palabra de Dios nunca está presente en la simple literalidad del texto (VD 38).

No sorprende, dice el Papa Francisco, que un misterio tan grande, tan decisivo, tan sobrehumano como el de la resurrección haya requerido todo el itinerario, todo el tiempo necesario, hasta llegar a Jesucristo. El relato de la muerte de Jesús y del sepulcro vacío representa la cima de todo ese camino.

Jesús nos enseña a leer las Escrituras. Él las lee a la luz del Espíritu, y así capta su significado. Así leídas, tal como las lee Él, la resurrección late oculta en todas las páginas de las Escrituras porque Jesús, la Vida, es su punto de referencia desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

El segundo libro de los Reyes nos ofrece este memorable pasaje que describe una resurrección; en este caso, la del profeta Elías: Mientras seguían conversando por el camino, los separó un carro de fuego con caballos de fuego, y Elías subió al cielo en el torbellino… Cincuenta discípulos de Eliseo estuvieron tres días buscando a Elías pero no lo encontraron (2 R 2, 11-18).

Quienes creemos en la resurrección porque creemos en el Resucitado, vemos la muerte de manera distinta a como la ven los que no creen. La fe transfigura la muerte; la ve como un rapto, como el trampolín de la resurrección.

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