Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo.
Con estas últimas palabras del Evangelio de Mateo, Jesús se despide de los suyos. Luego, tal como hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Hechos, se elevó en su presencia y una nube se lo quitó de la vista.
Ascendió quien, por amor, había descendido naciendo de una mujer y se había entregado por nosotros hasta el extremo de la cruz. Ahora vuelve de este mundo al mundo de Dios. El mundo de Dios no está ni arriba ni abajo; lo penetra todo. Dice san Pablo: El que bajó es el que subió por encima de los cielos para llenar el universo (Ef 4, 10). Y también: Él es la plenitud del que lo llena todo en todo (Ef 1, 23).
Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo.
Él es compañía constante en la tarea que nos ha encomendado antes de la despedida: Id y haced discípulos a todas las gentes. Cada uno en su pequeño mundo, como sal oculta o como luz brillante. El Resucitado continúa su presencia en el mundo a través de nosotros, sus testigos. No podemos quedarnos alelados mirando al cielo, como aquellos discípulos; debemos volver los ojos a la tierra y emplearnos, como Él, en hacer el bien sin mirar a quién. No estamos solos. Y no permitamos que nuestras miserias nos bloqueen. Que la luz y la fuerza de su Espíritu sean siempre más fuertes que las sombras que intentan paralizarnos.
El Papa Francisco hace esta reflexión a propósito de esta fiesta de la Ascensión: Jesús está presente en el mundo pero con otro estilo, el estilo del Resucitado; es decir, una presencia que se revela en la Palabra, en los sacramentos, en la acción constante e interior del Espíritu Santo… De ahí viene nuestra fuerza, nuestra perseverancia y nuestra alegría, precisamente de la presencia de Jesús entre nosotros con el poder del Espíritu Santo.
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