Acercándose los discípulos le dijeron: ¿Por qué les hablas en parábolas?
La fe, como la vida, es un misterio. ¿Por qué unos vivimos y otros no? ¿Por qué unos creemos y otros no? Es evidente que no es por habérnoslo merecido. Como es evidente que muchos no creyentes son mejores personas que muchos de nosotros creyentes. La fe, como la vida, es un don que Dios concede a quien quiere. Los agraciados tendríamos que vivir siempre agradecidos, porque: ¡Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron. ¿O, quizá, hemos hecho de nuestra vida cristiana una triste mediocridad?
Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden.
Son palabras desconcertantes. Sobre todo cuando Jesús, para reafirmarse en lo dicho, recurre a la autoridad de la Escritura: No sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane (Is 6). Está teniendo lugar lo anunciado por los profetas que habían advertido que el Mesías sería incomprendido y rechazado.
¿Será que Jesús no quiere proclamar el reino de Dios con toda claridad? ¿Será que prefiere que el reino de Dios quede oculto a los ojos de la mayoría de los hombres? Jesús asume la coexistencia de la fe y de la incredulidad. Todo, en el día oportuno, llegará a clarificarse para todos. Llegará el día en que todos lo entenderán, y todos se convertirán, y todos se salvarán. Porque, al final, toda lengua confesará que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre (Flp 2, 11).
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