Así os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano.
Así concluye la parábola sobre el perdón. Nosotros asentimos plenamente cuando decimos, como Él nos mandó: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Jesús ha estado hablando de la corrección fraterna. Pero, siendo el asunto bastante complicado, Pedro quiere tener las cosas claras. ¡Hay hermanos tan difíciles!: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?
Perdonar a quien me ha hecho mucho daño puede resultar tarea poco menos que imposible; o puede resultar tarea relativamente sencilla. ¿De qué depende? Depende de mi experiencia del perdón del Señor hacia mí mismo. Si esa experiencia es superficial y rutinaria, sin incidencia especial en la vida, entonces careceré del gozo que acompaña a la misericordia. Pero si la experiencia de la misericordia es profunda, eso derivará en una actitud interior de gozoso agradecimiento. Y desde esa actitud resulta más fácil perdonar.
Aquel siervo de la parábola, al no haber interiorizado el inmenso favor recibido, no hizo suyo el gozo de la compasión de su amo. No supo conectar la relación amo-criado con la relación criado-criado. Y no fue capaz de perdonar. No hay mejor manera de vivir perdonando que vivir agradecidos por el amor recibido.
El amor cristiano, como el del Crucificado, no tiene límites. Claro que, en algunas ocasiones, el Señor no se deja pisotear y mantiene erguida la cabeza. El perdón, como el amor, siempre va acompañado del don de la sabiduría.
El perdón gratuito e incondicional es la gran novedad del Evangelio. Tanto el gratuito e incondicional del Padre hacia nosotros, como el nuestro hacia los demás, amigos y enemigos.
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