Jesús, tomó la palabra, y les dijo: Os lo aseguro: El Hijo no hace nada por su cuenta si no lo ve hacer al Padre.
Después de la sanación del enfermo de la piscina de Betesda, el Evangelista Juan nos ofrece este discurso de Jesús sobre la vida. Discurso que puede resumirse en cuatro palabras: Yo soy la Vida (Jn 14, 6). Esa es la razón de ser de Jesús: Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia (Jn 10, 10). Siempre en perfecta sintonía con el Padre, porque el Padre y yo somos uno (Jn 10, 30).
Como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así el Hijo da vida a los que Él quiere.
Esto suena demasiado fuerte para aquellos oídos judíos; por eso tenían aún más ganas de matarle porque no solo no observaba el sábado, sino que además se hacía igual a Dios. Para oídos creyentes las palabras de Jesús suenan maravillosas. Jesús ha venido no para condenar, sino para salvar (Jn 3, 17), para dar vida.
Esa misma tarea, la de dar vida, es la tarea de todo creyente; a eso estamos llamados. ¿Cómo? Irradiando. Las palabras no son indispensables. Con nuestra manera de vivir abrimos a otras personas una rendija para creer en un Dios que es amor incondicional, gratuito, liberador. ¡Nuestro mundo lo necesita tanto! Son muchos los que viven sin apoyos, sin puntos de referencia. De ahí tantos miedos, tantas ansiedades, tantas angustias, tantos desequilibrios… Viviendo nuestra fe hacemos lo que está en nuestras manos para liberar a las personas de tantos y tan insoportables fardos. Bien dice un autor que el Evangelio, vivido de manera coherente, se traduce en un estilo sano de vida.
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