Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste acoge a los pecadores y come con ellos. Entonces les dijo esta parábola.
Con las tres parábolas que siguen, oveja perdida, moneda perdida e hijo perdido, Jesús responde a la crítica de fariseos y escribas que se escandalizan viendo a Jesús sentado a la mesa de publicanos y pecadores. La intención primera de Jesús, especialmente evidente en la parábola del pródigo, no es hablarnos de los hijos, sino del padre. Porque, como dice el Papa Francisco, la figura del padre de la parábola desvela el corazón de Dios. Él es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama más allá de cualquier medida. Devaluamos la parábola si la llevamos al terreno de la moralidad, quedándonos con lo malos que somos o con lo que buenos que deberíamos ser.
Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando, todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió. Y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Es el corazón de la parábola. Es una escena maravillosa, emocionante. No hay reprimendas, ni castigos, ni rituales de purificación. Vemos un padre feliz. Y vemos un hijo abrumado ante tal recibimiento. Y comienza la fiesta. Pero la fiesta no es para todos. Falta el hijo mayor, el que siempre se ha comportado de forma correcta y que ahora se indigna y se niega a entrar. El padre sale fuera y trata de convencer a su hijo mayor con mucha delicadeza.
Vivir como Jesús la experiencia de un Dios Padre-Madre es vivir con la confianza de que somos amados por Dios gratuitamente, no porque lo merezcamos (Pagola).
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