Les dice Jesús: Muchachos, ¿tenéis algo de comer? Ellos contestaron: No.
En lugar de darse a conocer de inmediato, el Resucitado comienza el encuentro con los suyos con una pregunta. Así con María Magdalena: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Así con los dos de Emaús: ¿De qué vais conversando por el camino? Conviene que, antes del reconocimiento, expresen sus dudas, sus fracasos, sus estados de ánimo… Las respuestas recibidas le indican el camino a seguir. Hoy les dice: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. Ser expertos pescadores no les ha servido: aquella noche no pescaron nada. Tienen que aprender a olvidarse de sus destrezas y dejarse guiar por el Señor.
¡Es el Señor!
Es la exclamación espontánea del discípulo amado; le brota desde lo hondo del corazón. Los demás han visto lo que él, pero no ha estallado en ellos ese fogonazo de luz. ¡Es el Señor! Es la más grande y más gratificante exclamación que puede brotar del corazón del creyente; en torno a ella gira su existencia. ¡Es el Señor! Es la más sublime expresión de la fe, el centro de gravedad de la vida y de la oración, el núcleo de nuestra tarea de testigos del Resucitado. Si no somos capaces de expresar este grito en la vida, no somos nada y nuestro cristianismo es costumbre, repetición, rutina, gestos vacíos.
Cuando saltaron a tierra, ven unas brasas preparadas y encima pescado y pan.
Hermosa escena, apta para la contemplación y cargada de simbolismo eucarístico. El Señor ha preparado el almuerzo mientras ellos, de noche y sin su presencia, han intentado en vano llenar sus redes. Jesús tomó el pan y se lo repartió e hizo lo mismo con el pescado.
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