Era ya noche cerrada, y todavía Jesús no los había alcanzado; soplaba un viento fuerte, y el lago se iba encrespando.
Noche cerrada, viento fuerte, olas encrespadas… Es una buena descripción de lo que a todos nos toca vivir en algunos momentos críticos de la vida. Cuando todo se oscurece. Cuando todo se viene abajo. Cuando perdemos el sentido de la vida. Cuando vivimos paralizados por la angustia. Cuando no estamos seguros de si creemos o no creemos. A todos nos toca vivir momentos parecidos; también a Jesús. Teresa de Lisieux lo vivió al final de su vida: Cuando canto la felicidad del cielo y la eterna posesión de Dios, no experimento la menor alegría, pues canto simplemente los que quiero creer.
El relato de los discípulos, solos en la barca, en medio de la noche, en medio de la tormenta, en medio del lago, es un relato de permanente actualidad. Es también una invitación a la confianza. En un primer momento, los discípulos ven a Jesús que aparece de entre las tinieblas. No le reconocen y se asustan. Pero Él les tranquiliza: Soy yo, no temáis. Es suficiente. Cuando creamos las condiciones para que esas palabras resuenen como un eco en nuestro interior, encontramos el secreto de la paz y de la seguridad. Hemos aprendido a poner los ojos solo en Él; no en las oscuridades que nos rodean.
Contemplemos a Jesús que observa a los discípulos a distancia. No les ahorra el mal rato que pasan; lo ve como una especie de intervención quirúrgica penosa pero necesaria. Qué bueno que sintamos a Jesús cercano cuando las cosas van bien; eso es sencillo. Pero mejor que le sepamos cercano cuando todo se tuerce; eso es fe.
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