Pedro se vuelve y ve, siguiéndoles detrás, al discípulo a quien Jesús amaba… Viéndole Pedro, dice a Jesús: Señor, y éste, ¿qué?
Han almorzado todos en la playa sentados en torno al fuego. Jesús ha preguntado tres veces a Pedro, ¿me amas? A pesar de la confusión al evocar la traición de la noche del gallo, el diálogo con Jesús marcará un antes y un después en la vida de Pedro. Pero seguirá con sus torpezas. Y cuando Jesús se pone en pie y le invita a seguirle, Pedro se vuelve y ve…
¿Por qué se vuelve? ¿Quizá por entender que la autoridad recibida le da derecho para controlar y fiscalizar? ¿Quizá por una oculta rivalidad con el discípulo a quien Jesús amaba? El seguimiento, el ser cristiano, comporta una relación estrecha con Él; tan estrecha que nada deberá apartar nuestra mirada de Él. La diversidad de dones no debería provocar rivalidades.
Le responde Jesús: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.
La seca respuesta de Jesús vuelve a poner a Pedro en su sitio; una vez más. Y Pedro, que poco a poco va aprendiendo a gestionar sus meteduras de pata, pasa página rápidamente. Pedro, con sus luces y sus sombras, nos enseña a no apoyarnos en nosotros mismos. Pedro, con sus luces y sus sombras, nos enseña que el Señor, poco a poco, va forjando en nosotros una nueva personalidad, en la que el pasado significa cada vez menos y el futuro cada vez más. En Pedro, con sus luces y sus sombras, vemos cómo Jesús no pone al mando de su Iglesia a un superhombre, sino a un hombre con muchas limitaciones.
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