Os dejo la paz, mi paz os doy.
En estos días anteriores a la Ascensión del Señor, continuamos escuchando palabras del testamento de Jesús en la última cena. Él se va y no quiere que sus amigos quedemos tristes o perdamos la paz.
Después del Padrenuestro de la Misa, hay una oración que comienza con estas palabras: Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: La paz os dejo, mi paz os doy… Pedimos su paz, no la del mundo. ¿Qué diferencia hay entre la una y la otra? La paz del mundo es ausencia de compromisos, es volátil y vacía, es la paz de los cementerios. La paz del Señor es más profunda que las circunstancias que nos toca vivir o sufrir; es una paz compatible con un cáncer terminal o con una silla de ruedas.
Las despedidas y saludos de un buen judío como Jesús eran sustanciosos porque en ellos brillaba la palabra shalom, paz. Si el primer enemigo de la paz es el egoísmo, el primer amigo de la paz es el amor. Otro enemigo de la paz es el miedo; por eso, otro gran amigo de la paz es la fe. Y cuando, por lo que sea, perdemos la paz, la camino para recobrarla es el del perdón. La paz es vivir reconciliados con Dios, con los demás y con nosotros mismos.
Nuestras despedidas y saludos suelen ser fórmulas insustanciales. Suelen ser palabras vacías de significado como: hasta luego; o chao. Hemos perdido, y esto vale especialmente para nosotros creyentes, la sustanciosa despedida del Adiós. Con un Adiós ponemos bajo el cuidado de Dios la persona a la que despedimos.
Hoy, más que nunca, vivimos una vida excesivamente acelerada. No sabemos de espacios de silencio donde encontrar la paz. Permitimos ser bombardeados por datos e informaciones, y ya no sabemos reflexionar; y carecemos de lucidez. Vivimos una época de analfabetismo psíquico; por eso la generación actual está expuesta a tantas patologías del espíritu. Falla la solidez interior, la paz. A nosotros, creyentes, la fe debe liberarnos de la alienación, de la superficialidad, del vacío interior. La fe debe ser la fuente de nuestra paz.
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