22/07/2025 Santa María Magdalena (Jn 20, 1-2; 11-18)
- Angel Santesteban
- hace 3 horas
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El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María Magdalena al sepulcro.
Todavía a oscuras. Como con Magdalena, así con todo discípulo en las primeras etapas del camino: mucho el fervor, poca la fe. Le buscamos donde no está y le queremos con el sentimiento más que con la fe. Y a oscuridad nos atrae más que la luz. De hecho, cuando Jesús se acerca a Magdalena, ella, que tiene los ojos clavados en la oscuridad del sepulcro, tendrá que volverse dos veces para poder tener los ojos fijos solamente en Él. A todos nos cuesta mucho liberarnos de la trampa que somos nosotros mismos con nuestras fragilidades y pecados. Y necesitamos urgentemente esa liberación ya que, para entender lo que realmente somos, tenemos que mirarnos a la luz de Jesús, con los ojos de Jesús.
María estaba frente al sepulcro, afuera, llorando.
Vivimos experiencias semejantes a la de Magdalena cuando todo parece desmoronarse, cuando el suelo se nos hunde. Es que todo discípulo, para tener la experiencia transformante del encuentro con el Resucitado, necesita pasar por la prueba de verse al borde del abismo. Es entonces cuando el Señor se hace presente y nos llama con nuestro nombre propio.
Jesús le dice: ¡María!
Es un momento para ser contemplado. Contemplado a la luz del libro del Cantar de los Cantares: Me levanté y recorrí la ciudad buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré (Cantar 3, 2).
Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.
El encuentro con el Resucitado conduce a la misión, porque la experiencia del Resucitado está destinada también a otros.
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