Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
En estos últimos días del año litúrgico, el Evangelio nos ofrece el último discurso de Jesús antes de su muerte. Es un discurso de género apocalíptico, tan típico de la cultura judía. Debemos interpretarlo en sentido simbólico, no en sentido literal. La intención de Jesús no es infundir miedo, sino esperanza, porque después de todas las sacudidas que nos toca padecer, cuando ya no quede en nuestras vidas piedra sobre piedra, Él nos espera.
Que no cunda el pánico cuando nos toque vivir épocas, como la nuestra, de guerras y pandemias, cuando nuestro mundo parece caminar hacia el desastre. Que no nos dejemos engañar por profetas de calamidades que se presentan diciendo en nombre de Dios: Ha llegado la hora. No vayáis tras ellos.
Que no cunda el pánico cuando nos sintamos, como Pablo, vendidos al poder del pecado (Rm 7, 14) y víctimas de las fuerzas del mal que buscan esclavizarnos y destruirnos. Que no prestemos oídos a esas voces que susurran en lo interior palabras catastróficas que llevan a la desesperanza. Que sea la voz de la fe la que nos mantenga serenos en los peores trances de la vida al sabernos salvados, liberados de todas las fuerzas del mal.
Vendrán muchos haciéndose pasar por mí y diciendo: ‘Yo soy’, y ‘Ha llegado la hora’. No vayáis tras ellos.
Muchos. ¿Quiénes son? Son todos aquellos, todo aquello que atrae la atención y no permite mantenerla en Él. Son todos aquellos, todo aquello que impide poner la atención en los prójimos. Todos tenemos algunos de eso muchos. ¿Cuáles serían los míos: dinero, poder, pantallas, ocio, egocentrismo, complacencia…? No vayáis tras ellos.
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