No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
Estas palabras de Jesús abren una larga serie de consignas introducidas así: Habéis oído que; pues yo os digo que. El pueblo judío del tiempo de Jesús tenía dos puntos de comunicación con Dios: el Templo y la Ley. Una vez destruido el Templo en el año 70, al pueblo judío disperso por el mundo le queda únicamente la Ley. Para nosotros, el pueblo de la Nueva Alianza, el único punto de comunicación con Dios es Jesucristo; su persona y su palabra lo son todo.
Claro que los primeros cristianos tuvieron serias dificultades para olvidarse de la ley de Moisés y del rigorismo encabezado por el movimiento fariseo. Dejar atrás un camino tan venerable y tan secular les parecía a muchos una traición y un descarrío. Fueron años de profundas tensiones. San Pablo fue el abanderado de la novedad: Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo para todos los que creen; justificados por el don de su gracia (Rm 3, 21-24).
Ese mismo laborioso proceso se repite en la vida del creyente: el de olvidar el viejo cristianismo de la ley y de la tradición, para pasar al siempre novedoso cristianismo del Evangelio. No es fácil, pero es necesario dar el salto del rigorismo de la ley al radicalismo de Jesús. El creyente imbuido del Espíritu del Señor no echa por tierra las normas y las leyes, sino que las lleva a su plenitud: la suprema plenitud de la ley del amor.
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