Vosotros investigáis las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí, y vosotros no queréis venir a mí para tener vida.
¡Qué distinta la actitud de Jesús ante pecadores y pecadoras! La misericordia le desborda. Sin embargo aquí, ante estos hombres tan legalmente correctos, le cuesta mantener a raya su enfado. Les echa en cara que se nieguen a aceptar lo evidente. Porque las Escrituras hablan de Jesús de principio a fin. Así lo proclamó el Bautista y así lo proclaman los milagros de Jesús. Aquellos dirigentes judíos están renegando de la vida.
¿Sería posible que lo que Jesús echa en cara a aquellos hombres tan seguros de sí mismos fuese válido también para mí? ¿Por qué no consigo poner mi confianza única y exclusivamente en Él, y siempre preservo algo de confianza para mí mismo? El secreto para conseguirlo se encuentra en la fuerza de su Palabra. Si su Palabra habita en mí, escucho su voz y veo su semblante. Si su Palabra no habita en mí, entonces no escuchamos su voz ni vemos su semblante. Ni tenemos vida. El discípulo Juan dirá: Esto ha sido escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre (Jn 20, 31).
Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?
El Papa Francisco nos pide que nos preguntemos si Jesús confía en nosotros; si no tenemos acaso una doble cara: Cierto que dentro de cada uno de nosotros se encuentra el pecado, pero Jesús no se asusta del pecado. Si reconocemos que somos pecadores y abrimos la puerta a Jesús, limpiamos el alma.
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