La efusión del Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, tiene lugar, para Lucas, cincuenta días después de la Pascua: Al cumplirse el día de Pentecostés; con estruendo de viento y con llamas de fuego. El Pentecostés de Juan tiene lugar el mismo día de la Resurrección: Al atardecer de aquel día; Jesús sopla sobre ellos y dice: Recibid el Espíritu Santo.
Pentecostés, la efusión del Espíritu, es un evento incesante. Claro que tiene sus momentos fuertes, fácilmente reconocibles; algunos, especialmente significativos. Es el Espíritu quien, gradualmente, introduce al discípulo en el conocimiento de la Verdad plena que es Jesús; en el misterio del amor llevado hasta el extremo de la cruz. Es el Espíritu quien conduce al creyente a la perfección de la caridad con actitudes de paciencia, de disponibilidad, de misericordia.
La efusión del Espíritu transforma al discípulo. Hace que pasemos de la cobardía a la audacia, de la imprudencia a la sensatez. Abre puertas, amplía horizontes, elimina pesimismos. Por eso Pentecostés es la fiesta de la luz y del consuelo; es la fiesta del triunfo del Espíritu. Porque si el Espíritu llevó a cabo una transformación tan radical en aquellos primeros discípulos tan cobardes y torpes, lo mismo hace con nosotros. Aunque nos gustaría que la transformación fuese más rápida.
A nosotros, creyentes, se nos pide precisamente eso: creer. Abrigar el convencimiento de que, pase lo que pase, el Espíritu trabaja en nosotros según sus propios ritmos. Una de las herramientas del Espíritu es el tiempo, la edad. A mayor conciencia de esta realidad, la realidad de que somos como el barro en las manos del mejor alfarero, menos nos veremos afectados por éxitos o fracasos. La nuestra será una vida de más alabanza, de más luz, de más entrega a los prójimos, de más paz.
El Espíritu que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la Verdad completa.
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