Así habló Jesús, y alzando los ojos al cielo, dijo: Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti.
La despedida de Jesús en la última cena concluye con una larga oración al Padre. Jesús, consciente de que la hora de la glorificación ha llegado, eleva sus ojos al Padre; se transpone ante la inminencia de la glorificación suya y del Padre. La pasión, muerte y resurrección van a ser el alarde supremo de la manifestación del Dios-Amor. Ahí radica la razón de ser de toda la creación; ese es el verdadero big-bang del universo. Pero a los discípulos no les es sencillo asociar la cruz con la glorificación y, llegado el momento, se dispersarán. Por eso Jesús ruega por ellos.
Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos.
Las palabras de Jesús nos ayudan hoy a ver el sentido de la cruz y del sufrimiento, sabiendo que son, como los dolores del parto, el paso obligado hacia la glorificación.
En esto consiste la vida eterna: en conocerte a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.
Para Jesús la vida eterna es cosa del presente. Tiene vida eterna quien conoce-ama a Dios y se sabe conocido-amado por Dios. No achiquemos esta realidad apelando a infidelidades y miserias. Él, que nos conoce mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos, nunca lo hizo. Conoce las muchas y grandes limitaciones de los discípulos de entonces y de ahora y, sin embargo, no duda en decir: han guardado; ya saben, las han aceptado; han reconocido; han creído. Nos suena excesivo; a Él, no.
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