Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz y tuvo un hijo.
Seis meses antes del nacimiento de Jesús, celebramos el de Juan Bautista. María fue testigo presencial del evento: María se quedó con ella unos tres meses y luego se volvió a casa (Lc 1, 56).
El nacimiento del Bautista fue un acontecimiento: En toda la montaña de Judea se comentaban estas cosas. La gente se preguntaba: ¿Qué será de este niño? Y no es para menos. Porque una mujer estéril da a luz; porque otra mujer, ésta virgen, está encinta; porque un mudo comienza a cantar: Bendito sea el Señor Dios de Israel.
Del niño de Isabel, seis meses mayor que el niño de María, dirá Jesús: No hay, entre los nacidos de mujer, ninguno mayor que Juan (Lc 7, 28). La gente presiente que la plenitud de los tiempos está al caer. Nosotros vivimos esa plenitud cuando nos sentimos embargados por el asombro.
Hoy aplicamos al Bautista las palabras de Isaías de la primera lectura: El Señor me llamó desde el vientre materno, de las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre. La misión del Bautista es única. Es el precursor del Señor. Por su boca hablan los patriarcas, Moisés, los profetas. Juan fue voz; el Señor la Palabra que existía ya al comienzo de las cosas. El sonido de la voz se dejó oír para cumplir su tarea y desapareció (San Agustín).
De todos modos, haremos bien en escuchar las palabras de Isaías como dirigidas a cada uno de nosotros. Todos estamos llamados a desempeñar fielmente una misión en nuestra propia circunstancia.
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