Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro publicano.
Los fariseos eran personajes de conducta ejemplar; los publicanos eran personajes públicos corruptos. En todos nosotros están presentes los dos, el fariseo y el publicano. Será bueno preguntarnos si cuando entramos en una iglesia lo hacemos más como fariseos que como publicanos. ¿Cómo podemos saberlo? No es difícil. Si nos creemos mejores que otros, incluso de los personajes de la política o de la farándula televisiva, el fariseo es en nosotros más fuerte que el publicano. O si nos creemos con ciertos derechos ante Dios porque guardamos bastante bien sus mandamientos, también entonces tenemos más de fariseos que de publicanos.
El fariseo no miente en lo que dice: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano. Además, da gracias a Dios por eso. Lo malo es que se siente satisfecho consigo mismo y se atribuye a sí mismo las cosas buenas que hace. San Pablo le diría: ¿Quién te declara superior? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4, 7).
El fariseo no cree necesitar el perdón porque no es consciente de su pecado. El pecado del espíritu, la soberbia, el creernos buenos y mejores que otros, es un pecado más grave que los pecados de la carne. Como el fariseo no siente la necesidad de ser perdonado, sale del templo sin ser perdonado. El publicano, que sí era consciente de su pecado, recurrió a la misericordia de Dios y salió del templo perdonado.
Esta parábola se parece a la del hijo pródigo. Aquel hermano mayor, siempre formal y cumplidor, es el fariseo; al final quedará fuera del banquete. Su hermano menor, el pródigo calavera, es el publicano; al final disfrutará del banquete. Con la parábola del fariseo y del publicano Jesús nos recuerda de nuevo que nuestra salvación no depende de nuestras obras, sino de la misericordia de Dios.
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