Cuando a Isabel se le cumplió el tiempo del parto, dio a luz un hijo.
Antes de hablarnos del nacimiento del Bautista, el Evangelista Lucas nos ha dicho: María se quedó con ella tres meses y después se volvió a casa. Suponemos que María vuelve a Nazaret después del nacimiento y circuncisión del niño Juan. María e Isabel han compartido durante tres meses secretos e inquietudes. La amistad les proporciona lucidez y ánimo para afrontar los retos que les esperan. Sobre todo a María cuando regrese a Nazaret; también a Isabel cuando parientes y vecinos se empeñen en llamar Zacarías a su hijo.
Al octavo día fueron a circuncidarlo y lo llamaban como a su Padre, Zacarías. Pero la madre intervino: No; se tiene que llamar Juan.
La gente no entiende, no está de acuerdo. Se escandalizan. Las viejas costumbres son santas costumbres porque consagradas por siglos de vigencia. Isabel no cede, y la vecindad recurre al padre del niño. Zacarías pidió una tablilla y escribió: Su nombre es Juan. No hacen sino obedecer el mandato del Señor. Pero es que, además, les gusta lo que el nombre de Juan significa: Dios ha sido misericordioso.
Costumbres, rutinas, pasados…, saltan por los aires cuando Dios interviene. A Dios le gusta desinstalarnos, cuando a nosotros nos gusta que nos dejen tranquilos. Lo del nombre fue el primer destello de la gran revolución religiosa que culmina en el Dios crucificado por amor. Un Dios de clemencia, de perdón, de gratuidad; nada que ver con un Dios rígido y justiciero.
Necesitamos, como Isabel y Zacarías, romper con tanto vecino, tanta costumbre, tanto pariente, tanta tradición. Así será el día en que nos sintamos sumergidos en el océano del amor gratuito de Dios.
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