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24/01/2023 San Francisco de Sales (Mc 3, 31-35)

Mirad, éstos son mi madre y mis hermanos. Porque el que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.

Poco antes, sus parientes habían salido a calmarlo porque decían que estaba fuera de sí (Mc 3, 21). Parece que vuelven ahora con parecida intención y le mandan llamar. No le entienden. No entran en la casa. Se quedan fuera, esperando. Están convencidos de que lo hacen por cariño. No se dan cuenta de que el suyo es un cariño tóxico, porque no le permiten a Jesús ser Él mismo. Quieren que sea como ellos piensan que debe ser.

La respuesta de Jesús puede parecer poco delicada para con su madre que acompaña, medio secuestrada, a los parientes. A María, sin embargo, las palabras de Jesús le suenan a hermoso y delicado piropo. Las palabras de Jesús podrían parecer también un menosprecio de los vínculos familiares. Nada de eso. Como dice el Papa Francisco, cuando Jesús afirma el primado de la fe en Dios, no encuentra una comparación más significativa que los afectos familiares. Estos mismos vínculos familiares, en el seno de la experiencia de la fe y del amor de Dios, se transforman, se llenan de un sentido más grande, para crear una paternidad y una maternidad más amplias.

En la gran familia de los unidos por el vínculo de la fe, todos somos madres y padres, hermanos y hermanas, bajo el Padre común de todos. A nadie se le excluye. A nadie se le cierra la puerta. Los lazos de la sangre son buenos porque son imprescindibles. Los lazos de la fe son mejores porque nos abren a horizontes mucho más amplios y luminosos.

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