A mí me conocéis y sabéis de dónde vengo. Yo no vengo por mi cuenta, sino que me envió el que es veraz. Vosotros no lo conocéis.
Los habitantes de Jerusalén no sabían a qué atenerse sobre Jesús. Eran personas piadosas y buenas, y creían conocer a Dios. Se sentían depositarios de la sagrada relación de alianza que Dios había establecido con el pueblo escogido desde Abrahán, su padre en la fe. Y, sin embargo, Jesús les dice: No lo conocéis. ¿Por qué? Porque el conocimiento que aquellos hombres tienen de Jesús es superficial. Y quien no conoce a Jesús en su más profunda realidad, no conoce a Dios, porque quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14, 9). Y porque nadie conoce quién es el Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo decida revelárselo (Lc 10, 22).
El protagonista indiscutible del Evangelio es Jesús. Pero cuando le vemos y le escuchamos a Él, vemos y escuchamos al Padre y al Espíritu, aunque no los tengamos explícitamente presentes. Por eso es suficiente poner los ojos solamente en Jesús.
Vosotros no lo conocéis. ¿Estamos nosotros, cristianos piadosos y buenos, seguros de conocer a Jesús? ¿O quizá también nosotros centramos tanto la atención en la piedad y en la moralidad que desconocemos a Dios porque desconocemos a Jesús? No son raros los cristianos que se pasan horas ante un sagrario y desconocen a Jesús. San Pablo era piadoso e intachable antes de su conversión. Después todo lo consideraba pérdida comparado con el superior conocimiento del Mesías, Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme al Mesías y estar unido a Él (Flp 3, 8).
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