Se presentó Jesús en medio de ellos estando las puertas cerradas, y dijo: Paz a vosotros.
Ocho días antes, se había presentado ante ellos y los discípulos se alegraron de ver al Señor. Pero fue una experiencia poco eficaz, porque seguían dominados por el miedo, con las puertas cerradas. Son un espejo de tantos miedos y recelos que vivimos todos y que nos encierran en nosotros mismos, enajenándonos de nuestro entorno. Por eso necesitamos escuchar de nuevo su saludo: Paz a vosotros.
Hoy, último día de la Octava de Pascua, celebramos el domingo de la Divina Misericordia. También a nosotros Jesús nos dice: Paz a vosotros. No importa lo cobardes y mezquinos que seamos, porque la misericordia de Dios es siempre infinitamente mayor que cualquier pecado.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Tomás es el prototipo del discípulo desencantado ante la cruz. ¿Quizá estaría ocupado con sus preparativos para comenzar algo nuevo en su vida después de su gran decepción? Pero Jesús vuelve a por él; para el Señor no hay nadie irrecuperable. Lo hace cuando Tomás está en la comunidad. ¿No nos vemos reflejados en el itinerario de fe de Tomás? Abundan las dudas y perplejidades, pero todo concluye con la más sublime profesión de fe: Señor mío y Dios mío.
Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
La actitud insolente de Tomás ante sus compañeros es reprensible. La de Jesús ante Tomás es firme y afectuosa: acepta las condiciones de su díscolo discípulo y le muestra sus heridas. ¿Llegaría Tomás a introducir su mano en la llaga del costado del Señor? Quizá no, porque la condescendencia y la ternura de Jesús le identifican mejor que sus llagas.
En el cuerpo de Cristo resucitado las llagas permanecen, porque son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad (Papa Francisco).
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