En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios.
Jesús no comparte la mentalidad, común en su tiempo y presente también en nuestros días, de que las desgracias son consecuencia de nuestros pecados. Recordemos la pregunta de los discípulos ante el ciego del templo: ¿Quién pecó para que naciera ciego? ¿Él o sus padres? Y la respuesta rotunda de Jesús: Ni él pecó ni sus padres; ha sucedido para que se revele en él la acción de Dios (Jn 9, 1-3). Jesús rechaza la idea de que las adversidades que sufrimos se deban a nuestros pecados.
No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.
Cuando Jesús habla de conversión no piensa en que seamos mejores personas o en una conducta correcta acorde con los mandamientos: piensa en que creamos en Él. Así se lo dijo a los judíos cuándo le preguntaron qué es lo que tenían que hacer (Jn 6, 29). Así se lo dijo a los fariseos, tan éticamente correctos, en el templo de Jerusalén: Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados (Jn 8, 24). Estas fueron sus primeras palabras cuando comenzó la proclamación de la Buena Noticia: Convertíos y creed en la Buena Nueva (Mc 1, 15).
Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, fue a buscar fruto en ella y no lo encontró… Señor, déjala por este año todavía.
La lógica del Señor no es retributiva; la lógica del Señor es la desmesura del amor y la compasión hasta el extremo. Por eso es el Dios de las mil y una oportunidades que espera con paciencia y gozo nuestra conversión (Papa Francisco).
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