Había una mujer que llevaba dieciocho años padeciendo por un espíritu. Andaba encorvada, sin poder enderezarse completamente.
¿Se trata de una enfermedad física o psíquica? ¿Habrá que acudir al médico o al psiquíatra? Esto le trae sin cuidado a Jesús. El trastorno de vivir encorvada, no siendo cosa de muerte, sí que le priva a la pobre mujer de disfrutar de la vida. Y Jesús quiere que esa mujer y todos los seres humanos disfrutemos de una buena vida. Así lo dijo en una ocasión: Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia (Jn 10, 10).
Aquella mujer era piadosa; los sábados asistía escrupulosamente a los rezos en su iglesia. Pero la suya era una religiosidad tóxica, de esas que, en lugar de liberar, oprimen y deprimen. Una religiosidad tóxica dominada por un fuerte sentimiento de culpabilidad.
Seamos o no seamos personas de iglesia, son muchos los malos espíritus que pueden encorvarnos y apesadumbrarnos. La lista es larga: adicciones, compulsiones, miedo, dinero… El peor de todos ellos se llama EGO; mi propio YO. ¡Qué difícil liberarse de su tiranía! ¡Qué difícil levantar la vista de nuestro apestoso ombligo!
Esta mujer representa bien a tantos hombres y mujeres que van por la vida psíquicamente encorvados; que no son capaces de mirar más allá de su propia sombra; que no son capaces de iluminar su vida con la luz de unos horizontes soleados.
Jesús se acerca a la mujer, le impone las manos y le dice: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Nadie se lo había pedido, pero Jesús, sin pedir permiso a nadie, la cura. La mujer se endereza y comienza a dar gloria a Dios. Una nueva vida ha comenzado para ella.
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