Al sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María.
Nueve meses antes de Navidad celebramos la fiesta de la Anunciación; bien podría llamarse de la Encarnación. Siendo el acontecimiento central de la creación y de la historia de la humanidad, nos sorprende la sencillez del evento; todo acaece en un perfecto anonimato, en una desconocida aldea, con una humilde muchacha como única interlocutora. María no puede comprender el alcance de las palabras del enviado de Dios; tampoco el alcance de su sí. No se le pide comprensión, sino confianza. Por mucho que Dios la haya llenado de gracia, no le es posible entender el misterio.
Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.
Estas palabras del enviado de Dios son el fundamento del dogma de la Inmaculada Concepción. Es un saludo que, naturalmente, desconcierta a María. Ella hará alguna pregunta pero, como sucederá doce años más tarde, no comprenderá lo que se le dice. Sencillamente se fía de Dios, y da su sí.
He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.
Es posible que la palabra esclava no sea de nuestro agrado. ¿No parece decir que la relación de María con Dios es una relación servil? Pero, recordando que ella conoce bien la Palabra de Dios, entenderemos que con sus palabras María se atreve a identificarse con el siervo de Isaías: He aquí mi siervo, a quien protejo. Mi elegido, en quien mi alma se complace (Is 42, 1). Tú, siervo mío, yo te he elegido… No temas, porque estoy contigo (Is 41, 8-10). He aquí el esclavo o la esclava del Señor. No hay palabras mejores para ponernos ante Dios.
Con esta fiesta de la Anunciación y Encarnación celebramos la indescriptible manifestación del Dios-Amor. Celebramos la absoluta gratuidad del Amor de Dios por María y, a través de ella, por toda la humanidad y por cada uno de nosotros. Todo, absolutamente todo, porque así lo quiso Dios.
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