Al sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María.
Nazaret es una aldea desconocida y María una muchacha humilde. Nunca deja Dios de sorprendernos con su preferencia por lo pequeño y lo insignificante; también cuando se trata de su obra más grandiosa. Será por eso que cuanto más pobres nos vemos, mayor la posibilidad de descubrir la grandeza de Dios.
He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.
Contemplemos a María, tan consciente de su insignificancia y tan contenta con su pequeñez. Santa Teresita nos dice: Si Dios te quiere débil e impotente como un niño, ¿crees por eso que tendrás menos mérito? Consiente, pues, en tropezar a cada paso, incluso en caer, en llevar tus cruces débilmente. Ama tu impotencia. Sacarás más provecho de ello que si, llevado por la gracia, cumplieses con entusiasmo acciones heroicas, que te llenarían de satisfacción personal y de orgullo.
Hágase en mí según tu palabra. Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14). Es el momento supremo de la historia del universo, ya que todo fue creado por Él y para Él (Col 1, 16). Con el SÍ de María ha llegado la plenitud de los tiempos. Por eso que, como dice el Papa Pablo VI, a pesar de todos sus dolores, esta vida mortal es un hecho maravilloso, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con alegría y gozo.
Esta fiesta de la Anunciación es un día especialmente apropiado para agradecer a Dios-Trinidad por el insuperable regalo de la Encarnación del Emmanuel; del Dios-con-nosotros. También es un día para hacer nuestras las palabras de María: Hágase en mí según tu palabra. Esa misma actitud, años más tarde y a través de los sirvientes de Caná, nos pedirá a todos: Haced lo que Él os diga.
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