Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.
Jesús finaliza su oración orando al Padre por sus discípulos; los sentados con Él a la mesa de la última cena y los que ahora creemos en Él por la palabra de aquellos. Lo que pide para ellos es la unidad: que sean uno como nosotros somos uno.
Aunque todos los años celebramos la semana de oración por la unidad de los cristianos, los frutos no son los que nos gustarían; al menos a nivel institucional. Pero la unidad verdadera comienza en los corazones antes de pasar a las instituciones. El Señor nos pide a quienes creemos en Él ser abiertos y comprensivos y tolerantes a nivel personal. Esta es la unidad en el Espíritu. Estamos llamados a tener corazones abiertos, como la Jerusalén del profeta Zacarías: Jerusalén será habitada como ciudad abierta, debido a la multitud de hombres y ganados que albergará en su interior. Y seré para ella muralla de fuego en torno y gloria dentro de ella (Zac 2, 8-9).
Que sean uno como nosotros somos uno.
Es una frase que resultaría escandalosa de no estar escrita en el Evangelio. Por otra parte, por haberla escuchado muchas veces, tampoco nos llama la atención: Que sean uno como nosotros. Jesús contempla una realidad más profunda de la que nosotros podemos apreciar: es la unidad en el Espíritu. De todas nuestras realidades, la del Espíritu es la más fuerte y poderosa. El que cada individuo y cada institución mantenga la propia identidad no significa que estemos separados los unos de los otros, porque todos estamos animados por el mismo Espíritu.
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