Había un hombre rico. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal.
Esta parábola va dirigida a los ricos y a quienes, no siendo ricos, podemos estar demasiado apegados al dinero. Echando mano de la imaginación, vemos salir de su casa a aquel hombre rico, muy bien vestido, muy satisfecho consigo mismo. Este hombre goza de gran prestigio entre sus colegas. Es piadoso y acude asiduamente a la sinagoga. Además, es conocido por pertenecer a varias ONGs. En ninguna parte de la parábola se dice que el rico fuese un explotador o un violento. Lo único que se nos dice es que todos los días pasaba indiferente ante el pobre Lázaro como si no existiese.
Con la parábola del pobre y del rico el Señor nos está diciendo que lo realmente grave no es la posesión de riquezas, sino la indiferencia y la insensibilidad ante la suerte de los pobres. Cuando contemplamos a Jesús en las páginas de los Evangelios vemos lo sensible que es ante el sufrimiento. Nosotros, cristianos piadosos, somos muy ceremoniosos ante la presencia de Jesús en la Eucaristía; pero, ¿somos así de sensibles ante la presencia de Jesús en los pobres? La mejor señal de la mejor piedad es la de saber compartir lo que tenemos: el tiempo, las posesiones, las cualidades… Recordemos que al atardecer de la vida no seremos examinados sobre la misa, sino sobre los pobres. Comenzando por los de casa: enfermos mentales o desvalidos. Luego por los de fuera: inmigrantes o extranjeros.
Atención a las palabras finales de la parábola: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto.
Es decir, la Palabra de Dios nos basta. No pensemos que si Dios llevase a cabo milagros espectaculares nuestro mundo se convertiría. No corramos detrás de cosas extraordinarias y milagreras, mientras permanecemos alejados de la escucha de la Palabra de Dios. Es ahí donde encontramos la luz y la fuerza para cumplir el principal y único mandamiento: el del amor.
Comments