Había allí una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años; estaba encorvada y no podía en modo alguno enderezarse.
La mujer representa a las buenas personas que viven enredadas consigo mismas. Son incapaces de levantar los ojos y volar hacia lo alto en alas de la acción de gracias y de la alabanza. Son incapaces de hacer suyas estas palabras de Teresa la de Lisieux: Lo único que hay que hacer es amarle sin mirarse uno a sí mismo y sin examinar demasiado los propios defectos. O estas otras de Teresa la de Ávila: ¿Qué se me da, Señor, a mí de mí, sino de Vos?
Al verla, Jesús la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos. Y al instante se enderezó y glorificaba a Dios.
Es Jesús quien toma la iniciativa. Nadie le ha pedido nada. Libera a la mujer y la endereza en su cuerpo y en su dignidad. La mujer disfruta ahora de horizontes amplios. Mira a Jesús a los ojos. Y alaba, y canta, y glorifica a Dios.
Hay seis días en que se debe trabajar. Venid, pues, esos días a sanaros, y no en sábado.
Lo dice el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había sanado en sábado. La autoridad religiosa suele poner la ley y la institución por encima de las personas. No es raro que la autoridad religiosa carezca del aroma del Evangelio. La de Jesús es una revolución más asequible a los que obedecen que a los que mandan.
Jesús no nos quiere encorvados; nos quiere en pie, mirando hacia adelante, hacia arriba. En verdad, ha llegado el tiempo de la gracia y de la liberación.
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