Estando allí le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no habían encontrado sitio en la posada.
El asombro es como una hermosa planta que necesita cuidados especiales para brillar lozana. Donde florece el asombro no hay lugar para la rutina o la monotonía. Y no hay mejor ocasión para cultivar el asombro que la Navidad. Lo hacemos deteniéndonos ante el Belén, físico o imaginario, y acompañando a José y María en la contemplación de su niño. Con ellos entenderemos que sí, que entendemos algo, pero que entendemos muy poco. Entenderemos que el misterio del amor de Dios hecho carne en el niño del pesebre sobrepasa toda capacidad de comprensión.
Dice el Papa Francisco que Dios no nos ama porque pensamos correctamente y nos comportamos bien. Que Dios nos ama, y punto. Que su amor es incondicional y no depende de nosotros. Que puede que tengamos ideas equivocadas y que hayamos hecho diabluras. Sin embargo Dios nunca deja de querernos. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aún en nuestros pecados Dios continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel y es paciente. Sigue diciendo el Papa Francisco que este es el regalo que encontramos en Navidad. Descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible y toda la ternura posible. Que su gloria no nos deslumbra y que su presencia no nos asusta.
El ángel dijo a los pastores: No temáis, pues os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo.
La gran alegría de la Navidad no puede ser apagada por ninguna triste noticia, ni propia ni ajena. Que vivamos dominados por el asombro de Belén. Al aparecer el niño del pesebre, como dice san Juan de la Cruz, Dios se ha quedado mudo; en ese niño nos lo dice todo y no tiene nada más que decir.
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