Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.
No es la única parábola dirigida a quienes se tenían por justos y despreciaban a los demás. La oveja perdida, la moneda perdida, y el hijo perdido, tienen introducción parecida (Lc 15, 1-3).
El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás.
Este hombre, a los ojos del pueblo, es modelo de lo que debemos ser; a los ojos de Dios, de lo que no debemos ser. Es fácil ser fariseo. Lo somos, por ejemplo, cuando calificamos a personajes de la política o de la farándula como escoria de la sociedad.
No podemos dudar de la sinceridad del fariseo; dice lo que siente. Se siente tan bien consigo mismo, y no encuentra razón para preguntar a Dios cómo se siente con él. La complacencia le ciega.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo…
Este hombre, a los ojos del pueblo, es modelo de lo que no debemos ser; a los ojos de Dios, de lo que debemos ser. Es fácil ser publicano. Lo somos, por ejemplo, cuando estamos hartos de nuestros pecados; por mucho que lo intentamos, no desaparecen. A Él no le disgustan tanto como a nosotros porque son la mejor oportunidad para acercarnos a Él. Siente predilección por nosotros cuando nos ve débiles y heridos.
Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no.
Se ha reconocido pecador. Nada más. Y se sabe perdonado. Sabe que su mérito no es otro que la misericordia de Dios: El que se gloría, que se gloríe en el Señor (1 Cor 1, 31).
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