El Reino de Dios es semejante a un tesoro escondido en un campo… También es semejante el Reino de Dios a un mercader que anda buscando perlas finas.
Dos breves parábolas: el tesoro y la perla. Son casi idénticas. Casi, que no del todo. Una diferencia muy importante es que el tesoro es hallado sin ser buscado; por casualidad. Mientras la perla es encontrada tras una larga vida de búsqueda.
De todos modos, en ambos casos, el hallazgo cambia completamente la vida de los afortunados. Pablo encuentra el tesoro sin buscarlo; más bien, el tesoro le encuentra a él: Todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo (Flp 3, 8). En ambas parábolas los protagonistas se comportan a los ojos de los demás como quien ha perdido la razón, porque los dos se deshacen de todos sus bienes para hacerse con el tesoro o con la perla. San Juan Crisótomo (+ 407) escribe: Quienes poseen el tesoro o la perla saben que son ricos, mientras que el que no cree, al no conocer el tesoro o la perla, ignora nuestra riqueza.
Nuestra generación vive seducida por el dinero y el consumo, en la convicción de que esa es la receta de la felicidad. La receta de Jesús y de su Evangelio es muy distinta. Encontrar la felicidad exige el desprenderse de todo, como el mercader de perlas o el que encontró el tesoro. La vida del Reino no se mueve dentro de los parámetros de la mercantilidad, sino de la gratuidad.
Jesús se presenta como fuente de felicidad: Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena (Jn 15, 11). La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de aquellos que se encuentran con Jesús. Los que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (Papa Francisco).
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