¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos!
Es demasiado sencillo pasar por encima de estas duras palabras de Jesús, convencidos de que las dirige a aquellos escribas y fariseos hipócritas. Haremos bien en escucharlas como dirigidas a todos y cada uno de nosotros. El virus de la hipocresía está presente en todo ser humano.
Dicen los estudiosos que el adjetivo hipócrita se aplicaba a los actores de teatro que representaban personajes ficticios. Luego el adjetivo ha pasado a aplicarse a quienes somos una cosa por fuera y otra por dentro. Y éste es precisamente el único pecado que parece doler seriamente a Jesús. Tiene mucho que ver con el orgullo; con creernos algo, cuando no somos nada; con pretender convertirnos en centro y punto de referencia para los demás.
La hipocresía dispone de muchas máscaras. Una de ellas recibe el nombre de autosuficiencia; la llevamos cuando pensamos y actuamos como si no necesitáramos de nadie, reacios a ser ayudados. Otra máscara de la hipocresía se llama incoherencia; la llevamos cuando lo que hacemos no coincide con lo que decimos.
Jesús es muy consciente de la enorme capacidad de autoengaño del ser humano. Somos capaces de alcanzar grados insospechados de insensatez cuando nos servimos de una pretendida santidad para encubrir, como dice Ignacio de Loyola, engaños manifiestos. De ahí la importancia capital de la humildad. Dice santa Teresa que mientras estamos en esta tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad. Jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes.
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