Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.
Así el discípulo Juan a Jesús. Juan, el hijo del Trueno que, con su hermano Santiago, forma el núcleo duro de los incondicionales de Jesús. Cuando madure, como vemos en su Evangelio y en sus cartas, perderá su vena de intolerancia y fanatismo. Hoy recibe una primera suave reprimenda:
No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí.
Como en otras religiones, también entre católicos se da la tentación de creernos únicos depositarios de la verdad. El término católico significa universal, y se da la triste paradoja de católicos de mentalidad excluyente y sectaria. Católicos que entienden la Iglesia como un bunker desde el que nos defendemos de las conspiraciones de los enemigos que buscan nuestra ruina. Enemigos identificados con el liberalismo, el comunismo, la masonería, etc. Jesús ve las cosas de manera verdaderamente católica, porque vive para todos y muere por todos. Nunca adopta posturas defensivas o agresivas, porque está convencido de su victoria sobre el mundo: ¡Ánimo! Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
El Espíritu de Jesús no es propiedad exclusiva de nadie; ni de una persona, ni de una institución. Y cuando el Espíritu se enseñorea de alguien, esa persona adquiere una fina sensibilidad para detectar y agradecer cualquier destello de bondad, venga de donde venga.
Comenta el Papa Francisco: Jesús aparece muy libre, plenamente abierto a la libertad del Espíritu de Dios, que en su acción no se limita a ningún lugar ni a ningún grupo. La actitud del discípulo Juan es muy humana; la podemos encontrar en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. Como decía el Papa Benedicto, la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción. Crece por el testimonio dado a los demás con la fuerza del Espíritu.
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