26/10/2025 Domingo 30 (Lc 18, 9-14)
- Angel Santesteban

- hace 58 minutos
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Por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, les contó esta parábola.
Es importante esta introducción. Nos dice que esta parábola del fariseo y del publicano va dirigida a quienes se creen mejores que otros; a quienes nos vemos retratados en el personaje del fariseo.
Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro publicano.
Hay un gran parecido entre los dos personajes de esta parábola y los dos hermanos de la parábola del hijo pródigo. En ambos casos uno de ellos parece bueno y el otro malo. En ambos casos, al final, el malo acaba bien y el bueno acaba mal.
Con un poco de empeño, todos nos vemos retratados en ambos personajes; a veces en el fariseo, a veces en el publicano. ¿Cómo encontrar al fariseo que llevamos dentro? Fijémonos en los juicios y comentarios negativos sobre nuestros prójimos; es ahí donde nos ponemos, como el fariseo, por encima de los demás: Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres. Quizá no me atrevo a ser tan crudamente explícito, pero juzgando o criticando, afirmo solapadamente que si todos fueran como yo algo mejor irían las cosas. Para un fariseo lo fundamental es la ley. Quien la cumple merece premio, quien no la cumple merece castigo. Y él está convencido de tener merecido el premio. No cree en la gratuidad.
¿Cómo encontrar al publicano que llevamos dentro? Ahondando en la conciencia de la propia impotencia y fragilidad. Entonces, desde lo hondo del corazón, brota la oración del publicano: ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador! Y, como el pródigo, nos sumergimos en el abrazo del Padre. Y comprendemos gozosamente que nuestra única riqueza es la gracia, el amor de Dios; es entonces cuando creemos en la gratuidad.
La parábola es una llamada a la sabiduría y a la humildad. A no creernos mejor que nadie, a no juzgar a nadie, a vivir agradecidos porque todo lo que somos y tenemos es don que no nos hemos merecido.
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