Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: Señor Jesús, recibe mi espíritu… Señor, no les tengas en cuenta este pecado.
El libro de los Hechos de los apóstoles nos presenta la muerte del primer mártir, Esteban, de tal manera que resulta sencillo ver como telón de fondo la muerte de Jesús. También Esteban se abandona en los brazos del Señor y pide el perdón para quienes le apedrean.
Pero, ¿por qué algo tan trágico al día siguiente de Navidad? Sencillamente porque ese niño tan tierno del pesebre de Belén apunta desde el primer momento a la cruz. Cuando ese niño crezca nos lo dirá muy crudamente:
El hermano entregará al hermano a la muerte, el padre al hijo; se revelarán los hijos contra sus padres y los matarán.
Quienes lloramos lágrimas de gozo ante el niño de Belén debemos tener claro que nos tocará derramar lágrimas de sangre, porque no está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo (Mt 10, 24).
Detrás de la muerte de Esteban no hay ideas o ideales. Hay un señor que se llama Jesús: el Señor. Contemplando la muerte de Esteban aprenderemos a no sorprendernos ante las persecuciones del mundo. Aprenderemos, además, que la mundanidad florece también en ambientes religiosos y piadosos. Lo malo sería convivir apaciblemente con la mundanidad. Sería señal de que hemos perdido el camino del niño de Belén; camino que comienza en un pesebre y acaba en una cruz.
¿Por qué, Señor, tanta sangre y tanta injusticia? Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos (Is 55, 8). Pensamientos y caminos misteriosos. Pero sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman (Rm 8, 28).
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