Un hombre tenía dos hijos.
Ningún retrato de Dios mejor que el de esta parábola del hijo pródigo. Ninguna descripción más comprensible del misterio de Dios. Jesús quiere que cuando pensemos en Dios, le veamos como Padre bueno, no como rey majestuoso o juez severo. El Padre bueno que sufre cuando el hijo menor se marcha; sufre porque sabe lo mucho que ese hijo va a padecer. El Padre bueno que se alegra cuando regresa el pródigo; se alegra tanto que abraza al muchacho e interrumpe su confesión. Ni sermonea, ni impone desagravios o penitencias. Su mayor deseo es que los dos hijos se sienten juntos y junto a él en la mesa del banquete.
El hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.
Se las prometía muy felices. Durante un tiempo fue el rey de la farándula, de la jet-society. Pero pronto quedó sin dinero y sin amigos. Es tremenda la estampa del muchacho rodeado de cerdos y pasando hambre. Es entonces cuando empieza a brillar en él la luz de la sabiduría. Se da cuenta de que en ninguna parte se vive mejor que en la casa de su padre. Con mucha vergüenza y con poco verdadero arrepentimiento, porque solo piensa en sí mismo, se levanta y vuelve a su padre. El recibimiento de su padre le aturde; y entonces le llega el verdadero arrepentimiento.
Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas… Se irritó y no quería entrar.
El padre sale también al encuentro del hijo mayor y escucha paciente sus quejas. El muchacho lleva una vida muy ordenada. Dice a su padre: jamás dejé de cumplir una orden tuya. Es un muchacho muy responsable, pero no ha aprendido a amar. Sí que ha aprendido a exigir sus derechos y a ultrajar a su hermano.
Seguramente a todos nos resultará sencillo identificarnos tanto con el hijo menor como con el hijo mayor. Pero lo ideal será que tratemos de identificarnos siempre con el padre de los dos hijos.
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