Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio.
En la primera lectura hemos escuchado cómo otra mujer fue acusada de adulterio. Pero Susana era inocente y Daniel la salvó. La mujer del Evangelio es culpable. Nadie lo discute; tampoco Jesús. Pero Jesús la salva de las piedras de sus acusadores: El que esté sin pecado que arroje la primera piedra.
Hablar de la misericordia y del perdón está bien. Pero lo de Jesús, ¿no será excesivo? Y no se trata de una conducta puntual. Siempre es igual: con pródigos, con prostitutas… ¿No sería oportuno un poco más de rigor hoy ante algo tan delicado y fundamental como la familia?
Los primeros en escena son los escribas y fariseos. ¿Quiénes son ellos? Somos nosotros cuando nos mostramos inmisericordes ante el pecador; nosotros, cuando vamos por la vida armados de piedras esperando los fallos de los prójimos; nosotros, cuando ponemos la ley por delante la misericordia.
Traen a empujones a una mujer. ¿Y el hombre? La mujer está abatida, resignada al castigo, esperando la muerte como una liberación: la ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?
Él, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Es fácil borrar lo escrito en la arena; para Él, tan fácil como borrar un pasado de pecado. A nosotros se nos hace difícil olvidar; y lo pagamos. Jesús escribe inclinándose; inclinado sobre el hombre: Se hizo carne y habitó con nosotros (Jn 1, 14). Él, que ha venido no a condenar sino a salvar. Él, que se arrodilla ante todo discípulo para lavarnos toda suciedad.
Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más.
Así es todo encuentro entre la miseria y la misericordia; siempre gana la misericordia.
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