Jesús estaba echando un demonio que era mudo. Apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo.
El Evangelista nos ofrece este episodio después del Padrenuestro y de dos parábolas con las que Jesús nos exhorta a orar con confianza, sin desfallecer. Ahora nos habla de un reino dividido: Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado y una casa se desploma sobre la otra. No piensa en realidades externas; piensa en nuestra realidad interior. Porque es dentro donde se origina el mal. Podemos llamarlo Belcebú, ya que Belcebú significa dueño de casa. No podemos permitir que el mal, el belcebú, el egoísmo, el orgullo, el desamor, se instale cómodo en lo profundo de nuestro ser. Si el más fuerte, Jesús, guarda nuestro castillo interior, ningún enemigo tendrá posibilidad de adueñarse del castillo. Jesús ha venido para terminar con el poder del mal, de todo mal. Y con Él como Señor del castillo, podremos ayudar a otros a derrotar a sus enemigos.
La última invocación del Padrenuestro es: Y líbranos del mal. Cuando Jesús habla del mal, piensa en todo lo que nos hace daño. Piensa, sobre todo, en el mal moral, raíz de todo otro mal. Lo dice bien la oración de la misa después del Padrenuestro: Líbranos, Señor, de todos los males…; que vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación.
A la invocación líbranos del mal pongámosle como telón de fondo la muerte y resurrección de Jesús. Es el fin del dominio del mal: Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será derribado. Y yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12, 32).
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