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27/05/2021 Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Mc 14, 12a; 22-25)

Mientras cenaban, tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo.

Jesús no pertenecía a la tribu de Leví. Por tanto, no era levita ni podía ser sacerdote. Era un laico que encontró una enorme hostilidad en la clase sacerdotal. Sin embargo, los primeros cristianos no dudaron en hablar de Él como el Sumo Sacerdote de nuestra fe: Cristo no se atribuyó el honor de ser Sumo Sacerdote, sino que lo recibió del que le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy (Heb 5, 5). Su sacerdocio es radicalmente distinto al sacerdocio judío. Ya no es cuestión de ejercer unas funciones del culto; es cuestión de ser ofrenda permanente viviendo en solidaridad con el sufrimiento y la debilidad humana: Un hombre hecho a sufrir…, soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores…, con sus cicatrices nos hemos sanado (Is 53, 3-5).

Jesús es el mejor pontífice (puente) entre Dios y la humanidad. Hombre como nosotros, ha experimentado nuestra frágil condición humana; y, como Dios que es, nos corona con su bondad y compasión (Salmo 103, 4). Él es la compasión divina hecha hombre; conoce que somos barro. La esencia del sacerdocio supremo es vivir fidelidad a Dios y al prójimo. Éste es el culto auténtico: Llega la hora, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre en Espíritu y Verdad. Tal es el culto que busca el Padre (Jn 4, 23).

Acercándonos a Él, también nosotros entramos en la construcción de un templo espiritual y formamos un sacerdocio santo que ofrece sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1 P 2, 4).

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