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27/06/2022 Lunes 13 (Mt 8, 18-22)

Viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla.

Jesús predica mucho a la gente pero, en cuanto puede, se retira. Prefiere quedarse a solas con los discípulos. Las muchedumbres le agobian, le paralizan. Es que lo suyo no es estarse quieto, sino moverse; lo suyo es el camino. No quiere que los discípulos se contagien del inmovilismo de las multitudes y acaben instalándose, anquilosándose. Por eso manda subir a la inseguridad de una barca y pasar a la otra orilla, orilla lejana y poco familiar. Esta es una bonita imagen de lo que está supuesta a ser la vida del seguidor de Jesús; de quienes no pertenecemos a la multitud porque se nos ha dado a conocer los misterios del Reino (Mt 13, 11).

Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.

Ayer, el Evangelista Lucas nos hablaba de tres candidatos al discipulado. Hoy, el Evangelista Mateo nos habla de dos. El primero de ellos, un maestro de la ley, parece dispuesto a todo: Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Jesús, lejos de darle la bienvenida, se lo pone complicado, y trata de hacerle ver las fuertes renuncias de su camino. Un camino que exige relativizarlo todo, incluso los vínculos familiares.

Otro le dice: Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre. Dícele Jesús: Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos.

Todo discípulo que vive en buena sintonía con el Maestro, sabe relativizarlo todo; también el pasado, de modo que puede abrirse al futuro, a las cosas mayores que Jesús insinuó a Natanael (Jn 1, 50).

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