¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad!
Jesús se hace eco de las palabras de Dios en la profecía de Amós: Detesto y rehúso vuestras fiestas…; no aceptaré ni miraré vuestras víctimas cebadas; no quiero oír la música de la cítara. Que fluya el derecho y la justicia como arroyo perenne (Amós 5, 21-24).
Son palabras especialmente oportunas para quienes somos fácil presa del engaño de creernos mejores que otros ofuscados por la piedad o la rectitud. Que engaño grande es el poner la práctica religiosa y la guarda de los mandamientos por delante de la misericordia y del servicio a los prójimos. Engaño grande es vivir lo religioso por un lado y lo humano por otro.
¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os bebéis el camello!
Un cristiano que no cultiva regularmente la familiaridad con la Palabra de Dios, acaba instalándose en el formalismo y la inercia de la costumbre. Es un cristianismo marchito que apuesta por la seguridad de la tradición y de la costumbre, ignorando la seguridad de la fe, y refugiándose en lo que siempre se ha dicho y se ha hecho. No existen los signos de los tiempos ya que se ha perdido la capacidad de ver y de escuchar. Es una vida en la que Jesús ocupa un lugar periférico y epidérmico. Una vida que desconoce la lozanía y el ímpetu del Evangelio. El secreto de la eterna juventud espiritual está en la Palabra de Dios. La adicción a la Palabra de Dios, corazón de la oración, mantiene vivas la alegría y la lozanía del Evangelio.
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