¿A qué es semejante el Reino de Dios? Es semejante a un grano de mostaza… Es semejante a la levadura…
Es evidente que a lo largo de la historia de la salvación Dios ha preferido lo débil y pequeño a lo fuerte y grande. Lo expresa bien el profeta Ezequiel: Todos los árboles del campo sabrán que yo, el Señor, humillo al árbol elevado y elevo al árbol humilde (Ez 17, 24). Lo pone de manifiesto, sobre todo, el Hijo de Dios que se hace pobre y frágil como nosotros. Lo canta la madre de Jesús: Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes (Lc 1, 52). Lo vive San Pablo: Me complazco en mis flaquezas, pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte (2 Cor 12, 10). Lo proclama Santa Teresita: Ama tu impotencia.
Un diminuto grano de mostaza y un pellizco de levadura. Ambos, de apariencia insignificante, tienen un enorme poder de crecimiento y transformación. Lo de Jesús pasó desapercibido en el centro del gran imperio romano; como lo nuestro pasa desapercibido en nuestro entorno. Pero Él y nosotros formamos parte del nuevo mundo: una realidad supergloriosa que no se parecerá nada a la actual. Vivamos convencidos de que los obstáculos principales del Reino no son la debilidad y la fragilidad, sino el no saber aceptarlas.
Así es el Reino de Dios: una realidad humanamente pequeña. Para entrar a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón; no confiar en las propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes (Papa Francisco).
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