Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre.
La primera parte del Adviento se centra en el Adviento permanente de toda nuestra vida. Se nos invita a preparar la venida definitiva del Señor, cuando seamos liberados de tiempos y espacios. Es tiempo de espera, de espera expectante. Esperando, como dice san Pablo, la promesa dichosa y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y de nuestro salvador Jesucristo (Tito 2, 13).
La segunda parte del Adviento se centra en el Adviento de estos días de preparación a la Navidad. Es tiempo de espera, de espera expectante. Porque llega, como dijo el ángel de Belén a los pastores, la gran alegría que lo será para todo el pueblo (Lc 2, 10).
Adviento es tiempo para cultivar decididamente el asombro, porque corremos peligro de acostumbrarnos a la fe. Se diría que muchos cristianos vivimos la fe como esos insectos que se deslizan sobre el agua sin mojarse, incapaces de bucear y zambullirse, incapaces de dejarse empapar por el agua. Debemos parecernos más a los anfibios que disfrutan zambulléndose en el agua. Si no nos zambullimos en el agua de la fe se nos seca el alma.
Debemos tratar de asimilar más plenamente lo que decimos creer: que Dios ha amado tanto al mundo que se ha hecho carne como nosotros en el seno de una mujer y ha nacido en un pesebre de animales. Cultivemos el asombro ante algo tan magníficamente increíble deteniéndonos con frecuencia ante los belenes que preparamos estos días.
Si cultivamos el asombro, veremos lo poco consecuentes que somos permitiendo que miedos o ansiedades se instalen en nuestras vidas. El Papa Francisco nos dice: El Señor viene. Sabemos que, más allá de cualquier acontecimiento favorable o contrario, el Señor no nos deja solos. Esta vida nuestra, con todos sus problemas, es visitada por el Señor. He aquí la fuente de nuestra alegría.
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