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27/12/2020 La Sagrada Familia (Lc 2, 22-40)

Cuando se cumplieron los días en que debían purificarse, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor.

Este gesto subraya que solo Dios es el Señor de la historia individual y familiar; todo nos viene por Él. Cada familia está llamada a reconocer tal primado, custodiando y educando a los hijos para abrirse a Dios que es la fuente de la misma vida (Papa Francisco).

Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación.

Los abuelos son de la familia y enriquecen a la familia. Simeón es anciano en años pero joven de espíritu. El Señor produce este milagro por medio de la fe. Por la fe nos habilita a ser capaces de acoger la vida tal como va llegando; aún los acontecimientos más inesperados y decepcionantes. Por la fe nos habilita a dejar de lado nuestros planes y aceptar lo que creíamos que no formaría parte de nuestra vida.

El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.

La llamamos Sagrada Familia, porque en ella nació y creció el Hijo de Dios, el Salvador; y porque en ella brilló la fe como en ninguna otra. El camino desde la Anunciación hasta la Crucifixión fue oscuro. Con frecuencia, como cuando el niño se pierde en el templo, no comprenden. Pero viven convencidos de que Dios está con ellos.

Contemplamos a la Sagrada Familia de Nazaret, y escuchamos a san Pablo que nos retrata la familia cristiana con unas pinceladas maestras: paciencia, amabilidad, humildad, alegría, perdón. En resumen, amor. Amor que todo lo espera y todo los soporta (1 Cor 13, 4-7). Además, la familia, para ser verdaderamente cristiana, tiene que ser familia orante. Porque, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles (Salmo 127). La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor (Papa Francisco).

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