Entonces entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
El otro discípulo es Juan. Es el discípulo amado; amado porque goza de mayor intimidad con Jesús. Es el más cercano a Él tanto en la última cena como en la crucifixión. Es más veloz, porque reconoce al Señor antes que sus compañeros. Como cuando entra con Pedro al sepulcro y vio y creyó; o como cuando es el primero en reconocer al Resucitado en el lago: Es el Señor. Con razón puede decir en su primera carta: Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él (1 Jn 4,16).
Juan, el otro discípulo, es el autor del cuarto Evangelio. Dándose a sí mismo el título de discípulo amado, no está siendo presumido o narcisista; nos está invitando a que todos y cada uno de nosotros lleguemos a esa misma convicción desde la certeza de que Dios es amor.
Hasta entonces no habían entendido las Escrituras, que había de resucitar de la muerte.
El discípulo amado habla en plural de una iluminación del Espíritu que, por el momento, afectó solo a él. Pedro era más lento; corría menos que Juan. Hasta entonces, Juan había tenido un concepto limitado de Jesús. Todo discípulo necesita que el Señor abra su inteligencia para comprender las Escrituras (Lc 24, 45). Hasta entonces, mientras eso no suceda, la fe queda inmadura. Pero cuando el discípulo comienza a recrearse en las páginas de las Escrituras, especialmente los Evangelios, entonces adquiere la madurez de la fe. Así, por ejemplo, santa Teresita: Solo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr.
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