Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto.
Seis días después… ¿de qué? Seis días después de haber desvelado su pasión, muerte y resurrección (Mc 8, 31). El anuncio había desconcertado a los discípulos que veían en Jesús al Mesías prometido, fuerte y poderoso. Jesús les prepara para la prueba y trata de apuntalar la fe, por ahora solo de tres de ellos, con la aparición pascual anticipada de la Transfiguración.
A ellos solos, aparte. ¿Por qué no subió al monte con todos ellos? ¿Por qué no quiso hacer partícipes de la experiencia de la Transfiguración a los otros nueve? Imaginemos que nos acercamos a Jesús y se lo preguntamos. Y le preguntamos también por qué hoy continúa obrando de forma parecida haciendo que solo unos pocos gocemos del privilegio de la fe, mientras la mayoría no recibe tal regalo. ¿Qué nos respondería? Probablemente nos diría lo que a Pedro cuando preguntó por la suerte de su amigo Juan: ¿A ti qué te importa? Tú sígueme (Jn 21, 22).
Y es transfiguró delante de ellos.
La Transfiguración ayuda a los discípulos, también a nosotros, a entender que la pasión de Cristo es un misterio de sufrimiento, pero es sobre todo un regalo de amor… Para entender el misterio de la cruz es necesario saber con antelación que el que sufre y es glorificado no es solamente un hombre, sino el Hijo de Dios, que con su amor fiel hasta la muerte nos ha salvado (Papa Francisco).
Este es mi Hijo amado, escuchadle.
Necesitamos escuchar para llegar a la experiencia de la transfiguración. Probablemente ya sabemos de transfiguraciones; aunque, quizá, no hemos sabido identificarlas. Sabemos de transfiguraciones si cosas que antes veíamos desfiguradas, ahora las vemos transfiguradas. Sin duda que hoy vemos a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios mejor que lo veíamos hace unos años. Este es mi Hijo amado, escuchadle. Fomentemos la escucha para provocar la transfiguración.