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28/04/2021 Miércoles 4º de Pascua (Jn 12, 44-50)

Jesús exclamó: Quien cree en mí, no es que crea en mí, sino en aquel que me envió; y quien me ve, ve al que me envió.

Más adelante, dirá a Felipe: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14, 9). Antes había dicho a los judíos: El Padre y yo somos uno (Jn 10, 30). ¡Jesús insiste tanto en su identificación con el Padre! La fe en el hombre Jesús, cosa del Espíritu del Hijo y del Padre, nos lleva a vivir, aunque no lo entendamos, inmersos en el misterio trinitario. Así somos elevados por encima de la oscuridad, del pecado, de la muerte; así gozamos de luz, de vida.

Al que escucha mis palabras y no las cumple yo no lo juzgo; pues no he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo.

También ésta es una convicción firme de Jesús. Hoy repite lo que había dicho a Nicodemo: Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él (Jn 3, 17). Jesús no se desentiende de la oveja descarriada; no la abandona a su suerte. Saldrá en su búsqueda. No descansará hasta encontrarla y ponerla sobre sus hombros. Es entonces, descansando sobre los cálidos hombros del Pastor, cuando la oveja comprende cuánto es querida por su Pastor. Es entonces cuando experimenta el más profundo y sincero arrepentimiento.

El arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos humanos adquieren un sentido más profundo, no como precio de la invendible salvación realizada por Cristo en la cruz gratuitamente, sino como respuesta a quien nos amó primero y nos salvó con el precio de su sangre cuando aún estábamos sin fuerzas (Papa Francisco).

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