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28/08/2021 San Agustín (Mt 25, 14-28)

Se acercó también el que había recibido una bolsa de oro y dijo: Señor, sabía que eres exigente… Como tenía miedo, enterré tu bolsa de oro; aquí la tienes.

Es evidente que el interés de la parábola se centra en el tercero de los criados; el que, por temor a perder, no arriesga. Cuando Jesús se despida de los discípulos, les ordenará ir a todas las naciones sin ningún miedo, porque yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). El reino de Dios no llegará al mundo de la mano de personas cobardes atrincheradas en solidos búnkeres; de personas que prefieren esperar antes que actuar; de personas que esperan que el mundo venga a ellos en lugar de ir ellos al mundo. Cuando uno vive una religiosidad basada en un Dios justiciero, lo lógico es que esa vida concluya con ese terrible llanto y rechinar de dientes. La vida presidida por un triángulo con un ojo no sabe de alabanzas o de liberaciones.

El reino de Dios llegará al mundo de la mano de personas de una grande y muy determinada determinación. Personas que no se arredran ante obstáculos: venga lo que viniere, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino (Santa Teresa).

Jesús nos dirá en algunas parábolas que el reino de Dios llega por sí solo, por pura gracia (por ejemplo, en la parábola de la semilla que crece por sí sola). Hoy nos dice que la venida del reino de Dios exige compromiso. ¿En qué quedamos? Ambas cosas son ciertas. No se trata de un problema que hay que plantear o resolver; es un misterio que hay que vivir.

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